domingo, 13 de julio de 2014

Elegía en prosa.



Existe un momento entre las doce de la noche y la una de la mañana en que las letras se crean, crecen y generan la necesidad de salir a través de las manos y las hojas, es entonces cuando los sueños sirven para algo más que para contarse, cuando los amores y los odios alcanzan un objetivo mayor al deparado por el olvido, es durante esos minutos cuando el artista, aún sin caer en el cansancio del día, posee la facultad de dar vida, crear personajes y sucesos; reflejos de su propia vida.

Como van avanzando los minutos, las horas, los segundos, esta desesperación por escribir desaparece bajo la desgracia del cansancio, así fallece una noche más, ahogada bajo una falta de tiempo que ni la más triste canción de amor puede postergar. Así la noche y la Luna se van en busca de un insolente que las utilice y las bote y las quiera y las necesite para morir con él al lado de nuestro cuerpo dormido y las historias que las almohadas guardan, por siempre.

Ahora que no estás sino allá lejos de mí y de mi vida, que durante días no he tenido más presencia tuya que las cartas en tu letra que guardo como regalo de los dioses, de los besos que la piel de mis mejillas recuerdan como bendición divina. En noches como esta no se vale tener miedo, no es necesario siquiera pensar lo que se escribe, de hacerlo se prostituiría la idea así como tu memoria, no, ni tú ni mi arte merecen tan cruel destino, no a tan tempranas horas de la mañana.

Escribir es el oficio más triste, creas mundos, personajes y sentimientos para después matarlos, dejarlos libres y empezar de nuevo olvidando todo aquello por lo que nos desvelamos y morimos, todo por lo que perdemos el tiempo; nos arriesgamos mostrándole al mundo nuestro corazón, nuestra vida y nuestra agonía, el alma nuestra queda expuesta en las letras de las oraciones que forman las páginas de nuestras vidas en los personajes y las anécdotas, convertimos al lector en el espectador principal de nuestra muerte; es poco imaginable para el individuo cero nuestra desesperación de querer sin saber, sin poder, porque aunque sea intentado vez tras vez, minuto, día, semana tras de sí si no se crea no hay nada para hacer; los escritores estamos solos, más solos que cualquier otro, por eso escribimos, porque queremos querer que nos quieran, porque no hay nada más que hacer más que dar sonrisas y lágrimas y letras que sean nuestra memoria, la de vidas condenadas por su existir a llevar la memoria del corazón del hombre, a costa del nuestro.
Habrá quienes nieguen triste al triste oficio de escribir, habrá quienes crean que su fin es denostar la felicidad, ellos no saben lo que es escribir. Hasta los que narran historias para niños hablan de muerte. Somos humanos, por más que cueste creerse, tenemos derecho a la decepción y el gozo.

Conozco gente que desea escribir, que han sufrido desamores y necesitan redimirse, lamentarse, desechar todas las culpas y penas que todavía han de cargar tras la partida de su amor, entre esas está aquella mujer bella que antaño quise, que luego fue muerta por su novio, que escribe desde el más allá y que a mis manos llegan sus letras, ellos son los buenos; conozco también gente que piensa escribir, aquellos que sin idea alguna lanza palabras complicadas con el fin de que confundamos calidad con dificultad, que por moda, presión u otra causa falta de razón mezclan sus ideas con lo que consideran la forma correcta de escribir; ellos no merecen bendición, son quienes destruyen y acaban con esta que es para nosotros una necesidad más que un deseo pero que cumplimos con un placer incomparable, el gozo de quien hace algo por amor. No hay otra manera de escribir.

Una vez que se está encarrilado, que llevas poco más de una página con letra del número once te sientes ya cómodo para continuar, o así es hasta que checas el reloj y pronto darán las tres de la mañana, recordando que en la tarde de ese mismo día debes ir a tomar tus clases de Inglés, que el carro no circula y el metro es un desastre; entonces debes tomar una decisión muy importante, si seguir escribiendo unos minutos más o detenerte, dormir un poco y continuar al día siguiente so peligro de perder el ritmo, la idea y la continuidad del texto, parar sin un final contundente, poder, incluso, robarte la oportunidad de crear algo maravilloso. Sabes que tarde o temprano te perderás entre la noche y la cama, no podrás acabarlo el día de hoy, tal vez la siguiente noche una vez que la hora de las ideas vuelva a ti, decides como acabar el presente párrafo, oprimes las teclas por última vez durante largo rato y piensas en tu chica, deseando soñar con ella, con la esperanza de que venga junto con las letras que a su amor y a sus vidas dan nombre.

De esa forma mueren las vidas y la esperanza, y las noches y sus vástagos que entregados al compulsivo deseo de habitar el edén de la inmortalidad sufren la pérdida de su alma en pos del regalo de placer a quienes no entienden ni entenderán nunca que a pesar de nuestra Humanidad no somos ellos, no, nosotros escribimos.

martes, 8 de julio de 2014

Epifanía al Trainspotting.


«Trainspotting es una palabra inglesa sin traducción al español que hace referencia a la observación ociosa de trenes. En el argot escocés, se usa para aludir a la vena en la que se inyecta heroína»



Dentro de un mundo cabía la sonrisa que nunca llegó y aun así se fue. Estuve encarnado en alguien o en algo que tampoco sabía que existía, me veía en el espejo, ¿algo, quién, qué, por qué? Decía el reflejo. Porque yo también sé recostarme en mi cadáver, salir de mí mismo, quitarme los pies y aun así estar de pie, dándole vueltas a un asunto.

Solo en la tierra –o piel– de un cuerpo –o cadáver– que no conozco. No sé nada, ¿y quién necesitaría estar en pleno juicio cuando hay una pena? Algún día voy a tener que hacer algo, hoy no hago nada. Me quejaré sobre el asunto rutinario y banal de la falta de billetes en mi billetera, de la falta de un amor que por milésima vez tampoco tuve. Me quejaré de la falta de oxígeno en mi recámara, posiblemente viva con más cigarros que con ganas de vivir, pero lo haré. Posiblemente mi cuarto sea la sala de espera de una aerolínea directa a la muerte. Quizá viva en Colombia, quizá ella nada, quizá ella todo menos mía. ¿Quién sabe qué va a ser de cada uno en el futuro? Quien lo sepa ya no será digno de vivir.

No es difícil percatarse de la inherencia en sus acciones, la manera en que todo acto voraz es humillado y convertido en el pan de cada día para ser utilizado por la sociedad de simios que me rodea.

Porque ser apática es lo mío pero no lo acepto. ¿Tal vez  lo único que pretendo es atención, no? Pero la única atención que quiero es la mía y no quiero dármela ni tenerla ni nada, porque qué asco. Necesito salir de este mundo por lo menos para dejar de respirar un ratico.

Me sorprende la incredulidad del sentimiento, esa pertenencia tan catastrófica a la sensibilidad del hombre, el deseo de compartir la vida que, irremediablemente, lleva a la muerte. ¡Cuando entenderá la gente el eterno vaivén del espíritu! ¡Cuando entenderemos la similitud del yo con la tierra en que crecen las flores sobre los muertos! El alma sopesa ciegamente lo que el corazón le pide ¿Cómo buscamos un alma fuerte con corazones tan enclenques? Olvidemos al resto, desconozcamos a la humanidad en pos de nuestro destino sagrado, que el destino del cosmos lo manejemos nosotros, que ni la vida, ni el tiempo, ni la muerte, ni nada se escape a nuestro más paupérrimo control.

Volteemos la mirada al cielo, veamos decadente al Ícaro caer sobre nuestro compañerismo, sobre nuestra hermandad y acabémosla, destruyamos los vestigios del mundo pasado, acabémonos con ellas y renazcamos, en grotescas formas, de las cenizas.